domingo, 5 de septiembre de 2010

EL ESCRITOR Y EL PROFESOR

Escribir una obra que merezca la pena requiere tiempo y esfuerzo. En el camino, el autor ha de escuchar a otros.

El suplemento Babelia de El País de Madrid, nos trae hoy un magnífico artículo de Hanif Kureishi sobre los requerimientos que de cuando en vez deben afrontar los profesores de Escrituras Creativas. Kureishi es no solo un representativo escritor británico de nuestros días. También ha cruzado su oficio con la música pop y los libretos para cine. Desde hace pocos años, se ha familiarizado con los Talleres y cursos de escritura creativa, si bien manifiesta a veces cierto escepticismo sobre la generalidad de sus estudiantes y la idea de que todo aquel que pasa por una Escuela o Taller, se convierte automáticamente en gran escritor.

Quizás sea necesario ser claro sobre este punto: A escribir se enseña, como se pueden dar los rudimentos de la pintura o la escultura, o como se enseña derecho, ingeniería, bioquímica o astronomía. Los exponentes excepcionales de estas y otras disciplinas, son muy pocos; mucho depende de la calidad de la Escuela, de las aptitudes, la disciplina, la pertinencia en el trabajo, el contexto en el cual cada quien se desenvuelve, y a veces hasta la suerte. Fuera de los iluminados que trabajan de manera excepcional, aún en medio de las grandes dificultades en algunos casos, habrá muchos más que son solo competentes en las mismas disciplinas, y como siempre, algunas o muchas frustraciones. Por qué habrían de escapar las Escuelas de Escritura Creativa a esa condición?

La idea central del artículo de Kureishi es que, si la actividad de la escritura es una aventura solitaria en principio, requiere sin embargo de los otros, no solo en su elaboración o pulimento, sino también porque sin lectores, la escritura se vertía relegada a ser un Diario o terapia personal. Recuerdo al respecto una respuesta del poeta Benedetti, frente a una pregunta que alguien le formuló en una conferencia en la Universidad Nacional de Bogotá. Al ser indagado sobre si escribía para sí mismo o para los otros, el buen latinoamericano respondió: “Hacer el amor en solitario, puede ser placentero, pero es mejor hacerlo con otras personas, porque además … se conoce gente, y eso es bueno”. Luego explicó que él escribía lo que sentía que debía escribir, pero que lo hacía para sus lectores.

Veamos los apartes centrales del artículo de Kureishi:


Si es cierto, como he leído en algún sitio, que en cualquier momento hay al menos un 2% de la población que está escribiendo una novela, entonces, lo que muchos de los interrogantes sobre los cursos de "escritura creativa" y su rápida proliferación en épocas recientes se plantean es, en realidad, para qué necesitamos a otras personas. ¿Escribir es algo que uno hace a solas, o necesita a otros que le ayuden? Uno puede tener conversaciones útiles pero repetitivas consigo mismo, y puede obtener placer sexual por su cuenta, aunque tal vez sería alarmante que asegurase que ha hecho el amor consigo mismo. Se supone, en general, que la conversación y el sexo son más productivos e impredecibles con otros. Varias de las formas artísticas más importantes del siglo XX -jazz, pop, cine- son fruto de colaboraciones. ¿La escritura es como ellas, o es una cosa completamente distinta?

Algunos se hacen escritores porque quieren ser independientes; no quieren ni ser competitivos ni depender de otros. Para ellos, escribir es un proceso de exploración de sí mismos totalmente personal, una forma de estar solos, de reflexionar sobre su vida y quizá de esconderse, mientras hablan con alguien que está en su cabeza. Y desde luego, sin cierta pasión por la soledad, ningún escritor es capaz de soportar la tediosa obsesión de esta profesión.

Pero la cosa no acaba ahí, en soledad. Algunos estudiantes, sobre todo al principio, cuando empiezan a escribir, tienden a enseñar su trabajo a amigos y, a veces, a familiares, como manera de informarles de unas cuantas verdades pero también con la esperanza de que su reacción les sea útil. Sin embargo, por mucho que al lector bien intencionado le pueda gustar el texto, no por eso va a poseer el vocabulario necesario para expresarlo de forma útil, para decir algo que pueda ayudar a progresar al escritor. La amabilidad puede consolar mucho, pero no siempre sirve de inspiración. Por otra parte, la escritura y la vida no son cosas aparte, y el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente.

Los hombres y las mujeres siempre han buscado formas de mejorar, modificar o transformar sus estados de ánimo, mediante el empleo de hierbas, nicotina, alcohol y drogas, además de descargas eléctricas a través del cráneo, opio, baños, tónicos, libros y conversación. No hay motivo para que el ejercicio de la escritura no pueda ayudar a una persona a ver lo que tiene dentro y a organizar y profundizar sus ideas de quién es. También lo hace la lectura, que proporciona ideas y un vocabulario que se puede utilizar para contemplar la vida con nuevos ojos. Pero un profesor de escritura no es un psicoanalista dispuesto a escuchar con paciencia cómo florece el inconsciente a través de la libre asociación o los sueños. Cuando es necesario, y suele serlo, el profesor tiene que enseñar, transmitir información sobre estructura, voz, punto de vista, contraste, personajes, la disciplina de escribir.

Los estudiantes, muchas veces, no saben qué decir cuando se les pregunta qué significa una imagen concreta o un diálogo determinado, no saben si cumple la función que creen que cumple. Quizás es productivo escribir desde el inconsciente, donde el mundo es más extraño y tiene menos limitaciones, pero también es preciso valorar luego el trabajo de forma racional. Y parte de ello consiste en hablar de él.

Es asombroso que a los alumnos no se les suela enseñar a ver la relación que hay entre el estudio de otros artistas y su propio trabajo. Tomar prestada una voz o probar voces nuevas no es lo mismo que adquirir una propia, pero es un paso en esa dirección. Lo que uno roba se convierte en suyo cuando lo modifica de forma creativa. Dado que un artista se nutre prácticamente de todo, una educación humanística amplia, una especie de curso base que incluyera religión, psicología y literatura, sería un complemento muy útil para cualquier curso de escritura.

Las sesiones de trabajo colectivas deben servir para que el alumno se haga una idea de lo que puede pensar un lector corriente de su obra y tenga siempre presente que, en definitiva, escribe para otros. Los escritores no son exhibicionistas, sino animadores. Y esos intercambios deben dar también al estudiante una idea de lo que pretende decir. El escritor en ciernes también puede adquirir esa claridad, junto con ideas nuevas, al trabaja en grupo con otros escritores. Aunque en general es preferible la enseñanza individual concentrada, la ventaja del grupo es que cada estudiante tiene la oportunidad de oír una variedad de críticas y sugerencias, algunas absurdas y otras muy valiosas. Los alumnos aprenden unos de otros. Lo que hay que tener en cuenta es que el lector orienta al escritor, y éste debe ser consciente de que sólo existe en relación con aquel cuya atención solicita. El lector o espectador debe quedar convencido de que el escritor es competente y ver que su obra es verosímil y que se puede creer sin problemas. Lo que el escritor quiere es que el lector se sienta como se ha sentido él.

Al intentar escribir uno tiene que cometer algunos errores, los cuales engendrarán buenas ideas, que harán sitio a más inspiración. Y hay otros errores que conviene evitar, aunque a veces es difícil distinguir entre los dos. Lo que quizá lo aclare es pensar qué ocurre cuando el escritor se bloquea, se queda atascado. Una alumna mía quería contar una historia en la voz de una niña de siete años. Como es de imaginar, le estaba resultando extraordinariamente difícil, y eso la tenía bloqueada (las cosas que uno tiene más prisas por decir pueden no ayudar a que el texto sea mejor). Con su empeño en ocupar un punto de vista que le era prácticamente imposible, estaba consiguiendo escribir poco y empezaba a desanimarse. Un buen consejo para ella habría sido que intentara contar la historia desde otra perspectiva o trabajar en otra cosa durante un tiempo, antes de volver a su idea original. Tal vez tendría que aprender a esperar la aparición de una idea mejor. Y esa cuestión de esperar, para un escritor, es muy importante. Una idea buena puede surgir de pronto, pero para desarrollarla o probarla hace falta el tiempo que hace falta. A quienes rodean al autor puede parecerles que hace poca cosa, se limita a estar tirado en el sofá con la mirada perdida o dar largos paseos (no cabe duda de que Charles Dickens estaba escribiendo cuando paseaba). A lo mejor es en esos momentos cuando se le ocurren las buenas ideas -un libro no está formado por una gran inspiración, sino por muchas pequeñas-, así que debe acostumbrarse a ser culpable de una indolencia fecunda.

Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.