En otra entrega reciente de “Babelia”, El Pais nos trae un cuento-reflexión (El hijo del joyero) de Juan José Millas, sobre el aprendizaje de la escritura creativa. Veamos algunos apartes útiles para ilustrar parte del proceso de acuerdo con el autor español:
No quería poner en aprietos al chico, que me caía bien; era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la televisión.
Pedro ….. me pidió que desmontara la frase con la que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que les gustaba.
Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones. Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se introduce con la intuición de que romperá así la monotonía grandiosa, aunque previsible, de la avenida.
La que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de sentido por sí sola.
Ahora bien, añadí, la principal, pese a su capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a uno le importan esas cosas”). De súbito, y gracias a su subordinada, la frase principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una fuerza asombrosa.
Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado (si a uno le importan esas cosas).
El lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla. Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una película.
En otra ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se rieron todos, menos Pedro.
—¿Por qué os reís? —pregunté.
(Pero)… ¿Quién quiere un poema de amor que diga que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra”.