sábado, 9 de junio de 2018

JUAN JOSE MILLAS : ALGUNOS TRUCOS DE LA CREACION LITERARIA




En otra entrega reciente de “Babelia”, El Pais nos trae un cuento-reflexión  (El hijo del joyero) de Juan José Millas, sobre el aprendizaje de la escritura creativa.  Veamos algunos apartes útiles para ilustrar parte del proceso de acuerdo con el autor español:


“En una clase de escritura creativa, después de que una alumna hubiera leído un texto de encargo, pregunté a uno de sus compañeros qué le había parecido.

—Me ha gustado mucho porque lo he entendido y a mí me gustan las cosas que entiendo —dijo Pedro.
Su afirmación acerca de las virtudes de lo inteligible fue tan categórica, tan agresiva incluso, que no me atreví a replicar. Esperé a la siguiente clase para decir algo.

—¿Te gusta alguna cosa que no entiendas? —le pregunté con cautela.
—No —repitió tajante—, lo que no entiendo no me gusta. Desconecto, me voy.

No quería poner en aprietos al chico, que me caía bien; era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la televisión.
—Si quieres escribir como se habla —le dije al principio—, no me necesitas a mí. Basta con que grabes a la gente y transcribas a continuación la cinta.
—Sospecho que hay un truco —respondió él.
—El truco —le dije— consiste en otorgar a la escritura una apariencia de oralidad.
—¿Una apariencia? —dijo él.
—Una apariencia —dije yo.

Al día siguiente, leí en clase el comienzo de un cuento de Raymond Chandler que dice así: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Pregunté a Pedro si le parecía genial.
—Creo que sí —dijo—, creo que es muy bueno.
—¿Por qué? —pregunté yo.
—Porque da, en muy poco espacio, mucha información sobre el que habla. Nos dice que es un tipo cansado.

Pedro ….. me pidió que desmontara la frase con la que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que les gustaba.

Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones. Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se introduce con la intuición de que romperá así la monotonía grandiosa, aunque previsible, de la avenida.
—Lo curioso —añadí— es que todo el mundo sabe lo que es un callejón, pero no todo el mundo sabe lo que es una oración subordinada.

La que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de sentido por sí sola.

Ahora bien, añadí, la principal, pese a su capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a uno le importan esas cosas”). De súbito, y gracias a su subordinada, la frase principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una fuerza asombrosa.

Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado (si a uno le importan esas cosas).

El lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla. Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una película.

En otra ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se rieron todos, menos Pedro.

—¿Por qué os reís? —pregunté.
Las explicaciones fueron al principio confusas, pero poco a poco fuimos aproximándonos a la cuestión. “Cuando fuiste mía”, la oración subordinada, en este caso, carecía de interés. La sorpresa salta al leer la principal, “llevabas un audífono”. Cuando fuiste mía llevabas un audífono. Si ustedes escriben en Google el sintagma “cuando fuiste mía”, les salen millones de resultados. Es el primer verso de miles canciones. Pero ninguno, de entre esos millones de “cuando fuiste mía”, se completa con un “llevabas un audífono”. En este caso, la frase principal es la intrusa. ¿Qué rayos hace ahí el “llevabas un audífono”? Se enfrenta al tópico, lo destroza, lo vuelve a su favor. Engaña a la lengua, al monstruo, le hace creer que va a escribir un poema romántico, un poema idiota, un texto de todo a cien, y al dar la vuelta a la frase le da esquinazo (...) En resumen, “llevabas un audífono” hace anti-literatura, que es la única forma posible de hacer literatura.

(Pero)… ¿Quién quiere un poema de amor que diga que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra”.





martes, 5 de junio de 2018

DIEZ LIBROS QUE TODO EL MUNDO DICE QUE HA LEÍDO (PERO POCOS HAN ACABADO): Una nota en Babelia.



Qué hay en común entre el Quijote de Cervantes, y el Ulyses de Joyce?

La entrega del pasado sábado de Babelia, el suplemento cultural de “El País” de Madrid, recomienda en su sección “Librotea”, diez libros que mucha gente dice haber leído, aunque lo más probable es que solo hayan comenzado su lectura una o varias veces. 

Algunos siguen siendo un referente literario indudable en  buena parte del mundo. Otros, han conservado menos lectores, y se leen hoy día menos que en décadas pasadas. Pero es indudable que han marcado a muchos lectores,  y que continuarán haciéndolo durante un bien tiempo. Veamos lo que dice “Babelia” sobre el asunto:


“Hay una serie de libros canónicos, clásicos, que todo el mundo asegura haber leído. Luego la realidad puede ser mucho más cruel y es posible que empezara a leerlo pero terminará por abandonar la empresa antes de llegar a puerto. Tal vez incluso probó más de una vez, se conjuró para lograr acabarlo, pero el naufragio resultó inevitable. Aquí va una lista para descargar culpas y reconocer que sí, que por mucho que uno repita las bondades de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust, fue incapaz de llegar a la tercera entrega.

Otro viaje difícil es el del Ulises, de James Joyce, un artefacto literario con el que el autor irlandés se convirtió en mito, pero que no todos logran acabar. No hay que rendirse a la frustración. A algunos se les ha hecho muy pesada la persecución del gran cachalote blanco que relata Melville en Moby Dick. Y aunque todo el mundo coincide en que Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha suponen la obra cumbre de la literatura en castellano más de uno solo ha conseguido leer una de sus partes y nunca la novela completa.

David Foster Wallace es un mito, pero son pocos los que han logrado terminar su obra cumbre, la mastodóntica La broma infinita. Algo similar pasa con El arco iris de la gravedad, de Thomas Pynchon, y sus más de mil páginas. Aunque el maestro de las novelas largas es Tolstói y las mil novecientas páginas que componen Guerra y Paz. Otro libro que pocos consiguen acabar es de un compatriota suyo, Crimen y castigo, de Dostoievski.

Finalmente, La lectura de La rebelión del Atlas, de Ayn Rand, no es precisamente ligera. Su autora compone una monumental crítica al colectivismo ampliamente alabada por la crítica. Se han vendido más de treinta millones de ejemplares en todo el mundo, pero no todos consiguieron llegar hasta el punto final. Si se le ha atragantado algún clásico puede confesarlo”.

Interesante, verdad?