domingo, 19 de septiembre de 2010


ALGUNOS TRUCOS DE LOS BUENOS CUENTOS

Cortázar: Algunos aspectos del cuento (II)

Siempre nos hemos preguntado por la escogencia del tema, por qué algunos cuentos perduran y otros no; y sobre todo, cómo haremos para llegar al lector. Veamos qué decía el buen Cortázar al respecto:

La escogencia del tema:

Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo.
En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entre-visiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia.
O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos?

Por qué algunos cuentos perduran en la memoria?:

Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo "William Wilson", de Edgar A. Poe; tengo "Bola de sebo", de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está "Un recuerdo de Navidad", de Truman Capote; "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", de Jorge Luis Borges; "Un sueño realizado", de Juan Carlos Onetti; "La muerte de Iván Ilich", de Tolstoi; "Cincuenta de los grandes", de Hemingway; Los soñadores", de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir...
Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.

Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores.
Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo.

Intensidad, tensión y estilo: O cómo llegar al lector.

Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación.
Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector.
Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa.
Y la única forma en que puede conseguirse este rapto momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.

Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado "El barril de amontillado", de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. "Los asesinos", de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama.


Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de Tensión: Es una intensidad que se ejerce en al manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera.
En el caso de "El barril de amontillado" y de "Los asesinos", los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato caudaloso de Henry James —"La lección del maestro", por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor (…los buenos escritores), además de escoger cuidadosamente los temas de sus relatos, los someten a una forma líteraria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su fermento, toda su proyección en profundidad y en altura. Escriben intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria (…).

UN EJERCICIO DE ESCRITURA CREATIVA: BOLIVAR Y SU ULTIMA CARTA A FANNY

La última carta de amor de Bolívar (cuya memoria nos pertenece a todos y no solo a un país o a un movimiento político), es casi una pieza literaria de la época. Es doblemente significativa, si entendemos que Manuelita fue su gran pasión, pero Fanny (su prima Fanny de Villars), fué el amor de su vida. Por otra parte, esta carta fue escrita por él mismo, ya a punto de partir en Santa Marta.

Si la vemos como parte del género epistolar, que tan importante fue en la literatura de las generaciones anteriores, tiene sin duda sus virtudes. Escrita en primera persona, mezclando pasado, presente y tiempos continuos, trae a colación una doble pertenencia: La relación afectiva con Fanny (el otro personaje y a quien va dirigida), y la auto-descripción del narrador, cuyo punto de vista es el predominante en el relato. El aire de despedida, el carácter personal de sus consideraciones, la fluidez verbal, son características fuertes de esta prosa.

Un juicio contemporáneo, afirmaría que hay en el escrito, numerosas figuras decimonónicas, repeticiones y exageraciones. Veamos:

Primero: Las figuras poéticas decimonónicas: El “relámpago que fulgura sobre el abismo”, la “ilusión serafina”, las “últimas congojas”, las “níveas castidades”, las “tristezas y lágrimas que no llegarán a verter (sus) ojos”, las “últimas fulguraciones de la conciencia”. Estas figuras, lo sabemos, pertenecen al pasado. Ningún escritor de calidad escribiría hoy de tal manera.

Segundo: Repeticiones tales como las “grandes bellezas y grandes hermosuras”. Es cierto que una repetición es válida, si lo es dentro del mismo campo semántico. Pero no lo es cuando es evidente en extremo, como en este caso.

Tercero: Exageraciones poéticas como: “El cielo mas bello de América”, “la más hermosa sinfonía de colores”, “el más grandioso derroche de luz”. Así es el trópico, quizás, y esos días de Diciembre de 1830 debieron haber sido despejados y luminosos, como suele ser entre Diciembre y Febrero cada año en el Caribe. Ningún escritor nórdico escribiría así, pero desmesuras semejantes encontramos en Conrad, García Márquez o Rushdie, y en una época más reciente en William Ospina, sin que por ello desentonen. En ocasiones, aquí está parte de su fuerza narrativa.

En un Taller de escritura creativa de hoy, la carta a Fanny, obtendría una calificación mediana o incluso baja. Pero en uno de su siglo, un profesor equilibrado la hubiera podido evaluar con un 8 o 9/10, y no deberíamos reprocharle por ello. El Bolívar escritor, era obviamente hombre de su tiempo y una mínima porción del Bolívar más importante: el del estratega y hombre de acción. Veamos la carta comentada:

Querida prima: ¿Te extraña que piense en ti al borde del sepulcro?

Ha llegado la última hora; tengo al frente el mar Caribe, azul y plata, agitado como mi alma por grandes tempestades; a mi espalda se alza el macizo gigantesco de la sierra con sus viejos picos coronados de nieve impoluta como nuestros ensueños de 1805.

Por sobre mí, el cielo más bello de América, la más hermosa sinfonía de colores, el más grandioso derroche de luz. Y tú estás conmigo, porque todos me abandonan; tú estás conmigo en los postreros latidos de la vida, en las últimas fulguraciones de la conciencia.

¡Adiós Fanny! Esta carta, llena de signos vacilantes, la escribe la mano que estrechó las tuyas en las horas del amor, de la esperanza, de la fe.

Esta es la letra que iluminó el relámpago de los cañones de Boyacá y Carabobo; esta es la letra escrita del decreto de Trujillo y del mensaje del Congreso de Angostura.

¿No la reconoces, verdad? Yo tampoco la reconocería si la muerte no me señalara con su dedo despiadado la realidad de este supremo instante.

Si yo hubiera muerto en un campo de batalla frente al enemigo, te dejaría mi gloria, la gloria que entreví a tu lado en los campos de un sol de primavera.

Muero miserable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores, víctima de un inmenso dolor; presa de infinitas amarguras. Te dejo el recuerdo de mis tristezas y lágrimas que no llegarán a verter mis ojos.

¿No es digna de tu grandeza tal ofrenda?

Estuviste en mi alma en el peligro, conmigo presidiste los consejos del gobierno, tuyos son mis triunfos y tuyos mis reveses, tuyos son también mi último pensamiento y mi pena final.

En las noches galantes del Magdalena vi desfilar mil veces la góndola de Byron por las calles de Venecia, en ella iban grandes bellezas y grandes hermosuras, pero no ibas tú; porque tú flotabas en mi alma mostrada por las níveas castidades.

A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las últimas congojas apareces ante mis ojos de moribundo con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas y en tu voz escucho las dianas de Junín.

Adiós, Fanny, todo ha terminado. Juventud, ilusiones, risas y alegrías se hunden en la nada, sólo quedas tú como ilusión serafina señoreando el infinito, dominando la eternidad.

Me tocó la misión del relámpago: rasgar un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderse en el vacío.

Santa Marta, 6 de diciembre de 1830.

domingo, 5 de septiembre de 2010

EL ESCRITOR Y EL PROFESOR

Escribir una obra que merezca la pena requiere tiempo y esfuerzo. En el camino, el autor ha de escuchar a otros.

El suplemento Babelia de El País de Madrid, nos trae hoy un magnífico artículo de Hanif Kureishi sobre los requerimientos que de cuando en vez deben afrontar los profesores de Escrituras Creativas. Kureishi es no solo un representativo escritor británico de nuestros días. También ha cruzado su oficio con la música pop y los libretos para cine. Desde hace pocos años, se ha familiarizado con los Talleres y cursos de escritura creativa, si bien manifiesta a veces cierto escepticismo sobre la generalidad de sus estudiantes y la idea de que todo aquel que pasa por una Escuela o Taller, se convierte automáticamente en gran escritor.

Quizás sea necesario ser claro sobre este punto: A escribir se enseña, como se pueden dar los rudimentos de la pintura o la escultura, o como se enseña derecho, ingeniería, bioquímica o astronomía. Los exponentes excepcionales de estas y otras disciplinas, son muy pocos; mucho depende de la calidad de la Escuela, de las aptitudes, la disciplina, la pertinencia en el trabajo, el contexto en el cual cada quien se desenvuelve, y a veces hasta la suerte. Fuera de los iluminados que trabajan de manera excepcional, aún en medio de las grandes dificultades en algunos casos, habrá muchos más que son solo competentes en las mismas disciplinas, y como siempre, algunas o muchas frustraciones. Por qué habrían de escapar las Escuelas de Escritura Creativa a esa condición?

La idea central del artículo de Kureishi es que, si la actividad de la escritura es una aventura solitaria en principio, requiere sin embargo de los otros, no solo en su elaboración o pulimento, sino también porque sin lectores, la escritura se vertía relegada a ser un Diario o terapia personal. Recuerdo al respecto una respuesta del poeta Benedetti, frente a una pregunta que alguien le formuló en una conferencia en la Universidad Nacional de Bogotá. Al ser indagado sobre si escribía para sí mismo o para los otros, el buen latinoamericano respondió: “Hacer el amor en solitario, puede ser placentero, pero es mejor hacerlo con otras personas, porque además … se conoce gente, y eso es bueno”. Luego explicó que él escribía lo que sentía que debía escribir, pero que lo hacía para sus lectores.

Veamos los apartes centrales del artículo de Kureishi:


Si es cierto, como he leído en algún sitio, que en cualquier momento hay al menos un 2% de la población que está escribiendo una novela, entonces, lo que muchos de los interrogantes sobre los cursos de "escritura creativa" y su rápida proliferación en épocas recientes se plantean es, en realidad, para qué necesitamos a otras personas. ¿Escribir es algo que uno hace a solas, o necesita a otros que le ayuden? Uno puede tener conversaciones útiles pero repetitivas consigo mismo, y puede obtener placer sexual por su cuenta, aunque tal vez sería alarmante que asegurase que ha hecho el amor consigo mismo. Se supone, en general, que la conversación y el sexo son más productivos e impredecibles con otros. Varias de las formas artísticas más importantes del siglo XX -jazz, pop, cine- son fruto de colaboraciones. ¿La escritura es como ellas, o es una cosa completamente distinta?

Algunos se hacen escritores porque quieren ser independientes; no quieren ni ser competitivos ni depender de otros. Para ellos, escribir es un proceso de exploración de sí mismos totalmente personal, una forma de estar solos, de reflexionar sobre su vida y quizá de esconderse, mientras hablan con alguien que está en su cabeza. Y desde luego, sin cierta pasión por la soledad, ningún escritor es capaz de soportar la tediosa obsesión de esta profesión.

Pero la cosa no acaba ahí, en soledad. Algunos estudiantes, sobre todo al principio, cuando empiezan a escribir, tienden a enseñar su trabajo a amigos y, a veces, a familiares, como manera de informarles de unas cuantas verdades pero también con la esperanza de que su reacción les sea útil. Sin embargo, por mucho que al lector bien intencionado le pueda gustar el texto, no por eso va a poseer el vocabulario necesario para expresarlo de forma útil, para decir algo que pueda ayudar a progresar al escritor. La amabilidad puede consolar mucho, pero no siempre sirve de inspiración. Por otra parte, la escritura y la vida no son cosas aparte, y el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente.

Los hombres y las mujeres siempre han buscado formas de mejorar, modificar o transformar sus estados de ánimo, mediante el empleo de hierbas, nicotina, alcohol y drogas, además de descargas eléctricas a través del cráneo, opio, baños, tónicos, libros y conversación. No hay motivo para que el ejercicio de la escritura no pueda ayudar a una persona a ver lo que tiene dentro y a organizar y profundizar sus ideas de quién es. También lo hace la lectura, que proporciona ideas y un vocabulario que se puede utilizar para contemplar la vida con nuevos ojos. Pero un profesor de escritura no es un psicoanalista dispuesto a escuchar con paciencia cómo florece el inconsciente a través de la libre asociación o los sueños. Cuando es necesario, y suele serlo, el profesor tiene que enseñar, transmitir información sobre estructura, voz, punto de vista, contraste, personajes, la disciplina de escribir.

Los estudiantes, muchas veces, no saben qué decir cuando se les pregunta qué significa una imagen concreta o un diálogo determinado, no saben si cumple la función que creen que cumple. Quizás es productivo escribir desde el inconsciente, donde el mundo es más extraño y tiene menos limitaciones, pero también es preciso valorar luego el trabajo de forma racional. Y parte de ello consiste en hablar de él.

Es asombroso que a los alumnos no se les suela enseñar a ver la relación que hay entre el estudio de otros artistas y su propio trabajo. Tomar prestada una voz o probar voces nuevas no es lo mismo que adquirir una propia, pero es un paso en esa dirección. Lo que uno roba se convierte en suyo cuando lo modifica de forma creativa. Dado que un artista se nutre prácticamente de todo, una educación humanística amplia, una especie de curso base que incluyera religión, psicología y literatura, sería un complemento muy útil para cualquier curso de escritura.

Las sesiones de trabajo colectivas deben servir para que el alumno se haga una idea de lo que puede pensar un lector corriente de su obra y tenga siempre presente que, en definitiva, escribe para otros. Los escritores no son exhibicionistas, sino animadores. Y esos intercambios deben dar también al estudiante una idea de lo que pretende decir. El escritor en ciernes también puede adquirir esa claridad, junto con ideas nuevas, al trabaja en grupo con otros escritores. Aunque en general es preferible la enseñanza individual concentrada, la ventaja del grupo es que cada estudiante tiene la oportunidad de oír una variedad de críticas y sugerencias, algunas absurdas y otras muy valiosas. Los alumnos aprenden unos de otros. Lo que hay que tener en cuenta es que el lector orienta al escritor, y éste debe ser consciente de que sólo existe en relación con aquel cuya atención solicita. El lector o espectador debe quedar convencido de que el escritor es competente y ver que su obra es verosímil y que se puede creer sin problemas. Lo que el escritor quiere es que el lector se sienta como se ha sentido él.

Al intentar escribir uno tiene que cometer algunos errores, los cuales engendrarán buenas ideas, que harán sitio a más inspiración. Y hay otros errores que conviene evitar, aunque a veces es difícil distinguir entre los dos. Lo que quizá lo aclare es pensar qué ocurre cuando el escritor se bloquea, se queda atascado. Una alumna mía quería contar una historia en la voz de una niña de siete años. Como es de imaginar, le estaba resultando extraordinariamente difícil, y eso la tenía bloqueada (las cosas que uno tiene más prisas por decir pueden no ayudar a que el texto sea mejor). Con su empeño en ocupar un punto de vista que le era prácticamente imposible, estaba consiguiendo escribir poco y empezaba a desanimarse. Un buen consejo para ella habría sido que intentara contar la historia desde otra perspectiva o trabajar en otra cosa durante un tiempo, antes de volver a su idea original. Tal vez tendría que aprender a esperar la aparición de una idea mejor. Y esa cuestión de esperar, para un escritor, es muy importante. Una idea buena puede surgir de pronto, pero para desarrollarla o probarla hace falta el tiempo que hace falta. A quienes rodean al autor puede parecerles que hace poca cosa, se limita a estar tirado en el sofá con la mirada perdida o dar largos paseos (no cabe duda de que Charles Dickens estaba escribiendo cuando paseaba). A lo mejor es en esos momentos cuando se le ocurren las buenas ideas -un libro no está formado por una gran inspiración, sino por muchas pequeñas-, así que debe acostumbrarse a ser culpable de una indolencia fecunda.

Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.