lunes, 29 de marzo de 2010



CÓMO EMPECÉ A ESCRIBIR

Gabriel García Márquez


En Caracas, en 1970, García Márquez expuso las razones que lo llevaron a convertirse en un escritor de oficio. En Mayo del mismo año, el diario “El Espectador” de Bogotá, publicó en su Magazine Dominical, lo sustancial de lo dicho por el que más tarde sería el Nobel de literatura del mundo andino-caribeño. ¡Qué bellos tiempos aquellos en los cuales había Magazines literarios cada domingo en los periódicos colombianos

Lo interesante es que algunos piensan que para escribir un cuento o una novela, es necesario tener ante todo una historia por contar, y que el proceso de la escritura, o por lo menos la primera versión, viene solo después de haber identificado lo que contaremos. Los grandes fabuladores pertenecen a esta especie, en la cual, las “ganas de contar” explicarían la magia posterior de la escritura.

Otros asumen que hemos de tener antes de escribir, un plan preciso y detallado hasta en sus mínimos detalles, a la manera de la tradicional Escaleta en los guiones de cine; son los artífices técnicos y cerebrales de la escritura creativa. Joyce o Vargas Llosa podrían pertenecer a esa especie.

Finalmente, están los que creen y predican que lo esencial es la disciplina de sentarse sistemáticamente varias horas al día frente al papel o el archivo electrónico en blanco, hasta que la Musa haga presencia, quizás por costumbre o por conmiseración con los pobres escritores.

García Márquez, por lo visto, estaría en el primer grupo. Pero, recordemos que no todo puede ser inspiración luego del trabajo previo: Lo prueba el hecho de que haya dedicado 18 meses a “Cien Años de Soledad”, con frenesí y exclusión de cualquier otra actividad, aún después de haber identificado a plenitud la historia que quería contar. Este caso es una demostración de que la escritura creativa suele venir precedida cuando menos, de un proceso extenso y complejo, no solo de documentación y diseño, sino también de creación aún no escrita. Ello podría dar la razón al Maestro Isaías Peña, quien prefiere en su Escuela, la expresión “creación narrativa”, por sobre la usual y más extendida de “escritura creativa”. La discusión está abierta hace varios años. Pero, veamos lo que el Nòbel nos cuenta sobre su propia experiencia:


Primero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como ahora.


Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.

A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó (en 1947) una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban.
Me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir.
Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando.

Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho
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